Un recorrido por Catamarca descubre sitios arqueológicos milenarios, montañas de increíbles colores, dunas y termas, que resumen la naturaleza en su más pura expresión.
Por Susana Parejas (desde Catamarca) – Fotos: Susana Parejas y Secretaria de Turismo de Catamarca.

La premisa era seguir las huellas del Dakar. La realidad lo puso siempre por delante o por detrás, pero esa realidad no importaba tanto, porque tratar de encontrarse con los conductores del rally y, por ende, con sus increíbles máquinas, fue la excusa perfecta para conocer los paisajes, la gente, la vida que transcurre entre montañas y quebradas, entre piedras coloradas, que por momentos se tornan verdosas o hasta violetas, para descubrir casitas, siempre bajas, con una puerta y dos ventanas al frente, para escuchar coplas cantadas desde la más humilde de las moradas, para oler las especias y probar vinos.Sí, es cierto, el Dakar pasó por Catamarca, desde su primera entrada por el departamento Santa María, hasta su salida hacia Chile por el Paso de San Francisco. Pasó y llenó de efervescencia la vida de la gente que sacudió su letargo veraniego. Pero, llegó un momento en que la naturaleza, en su estado más puro, ocupó tanto espacio, que atrás quedó la sensación de perseguir autos gruñendo en las dunas.
Santa María linda. A unos 332 kilómetros de la capital de la provincia, se encuentra Santa María, muy cerca del límite con Tucumán, custodiada por montañas es llamada la “capital de los Valles Calchaquíes”, y en este viaje la puerta de entrada a Catamarca. En esta ciudad de 25 mil habitantes, donde la siesta impone el sagrado silencio, y los perros “pila”, nombre genérico de razas originarias del imperio Inca, (“pila” significa desnudo o pelado en lengua quechua) duermen en las calles, surge el primer descubrimiento que tiene que ver con los aromas y colores, porque la base de la economía santamariana es el cultivo de especias aromáticas. Sin duda su producto estrella es el pimentón, pero también se puede conseguir comino, orégano, curry y muchas más. Ya el olfato indica que se está cerca del Molino Herrero Hermanos, un centenario establecimiento totalmente artesanal, hoy atendido por un bisnieto del fundador, René Herrero. Abierto para las visitas, se pueden ver la molienda, hacer una especie de cata olfativa de las especias y sucumbir a la tentación de llevarlas envasadas por 5 pesos los 100 gramos. René y otros emprendedores del lugar forman el grupo Sol de Altura, una red que promueve el turismo rural.
Tributo al pasado. La ventanilla de la combi ofrece la imagen de casitas bajas pintadas de blanco, que se mezclan con las de adobe, unas y otras aparecen entre algarrobos y pastos duros; no son muchas, tampoco están tan cerca una de otra. En algunas asoma por el fondo un horno de barro. Todas forman el pueblo de Fuerte Quemado donde viven un puñado más de cuatrocientas personas. Cuentan que los españoles construyeron un fuerte en la zona, los indios lo quemaron por dos veces consecutivas, recién a la tercera logró perdurar. Una procesión le da el toque de color a estas calles de tierra seca y polvo amarronado. La Virgencita, el Niño de San Nicolás van delante, la gente sigue las imágenes. Los cánticos se alejan a medida que el viaje continúa por la mítica Ruta 40, hacia las ruinas arqueológicas de Fuerte Quemado, en el cerro de los Quilmes. Están entre el límite de Tucumán y Catamarca, en la orilla izquierda del río Santa María, uno de los pocos que sale de la provincia.El sol pega fuerte, el mediodía marca con luz dura aún más el minimalismo del paisaje, los cactus, los grandes custodios del norte argentino, se esparcen por aquí y por allá. Antes de subir un trecho por la cuesta de la montaña, se descubre una “pacheta”, las piedras apiladas la delatan. Se trata de un altar para la Pachamama (madre tierra). “Hagamos silencio y demos las gracias por estar aquí en este lugar sagrado”, pide Kitty, la guía que acompaña la travesía. Es así en esta parte del país, tan fascinante como ignorada, se mezclan las creencias indígenas con las cristianas. Y todo fluye con una paz aletargada.Las ruinas ocupan aproximadamente un kilómetro de extensión en la parte llana, donde se observan recintos bajos con formas rectangulares y otras circulares, subiendo por la montaña se pueden ver morteros realizados en las rocas, son todos restos del período tardío de la Cultura Santa María (del 850 al 1200). En la región hay más de veinticinco sitios arqueológicos de los que se pueden visitar unos cuatro o cinco.
Entre coplas y algarrobales. Se vuelve a desandar el camino que llevó a Fuerte Quemado. A un costado de la ruta, en la vuelta de una curva, justo al lado de un viejo cartel de la Ruta 40, ya oxidado por el paso de los años, vive Eusebio Mamaní. Tiene 76 años, “muchos” para él, es coplero, bagualero y fabricante de cajas y “bombos cavados” en troncos de algarrobo. El sol curtió su piel; la música, su alma de bagualero. “Mientras viva yo he de cantar”, afirma. Las coplas no se hacen esperar. “Picaflor quisiera ser, con alitas de algodón, para entrar en tu pecho y robarte el corazón…”. Eusebio se lamenta de que los jóvenes no sigan con la tradición: “hoy la mantiene el que quiere”, se lamenta mientras prepara otra coplita que desgrana al pie de las montañas, al lado de la ruta.
Legado inca. Las ciudades como las personas tienen su propia fisonomía. Sus olores, colores, sus santos protectores. A la ciudad de Belén, el siguiente stop en este viaje, la protege desde la cima la imagen blanca de la Virgen. A 300 metros de alto, se eleva el monumento de unos 20 metros de Nuestra Señora de Belén, al que se llega por un camino que recorre un Vía Crucis de 1.900 metros. Claro, que si se piensa subir, es recomendable no probar el plato típico de los belenchinos, el jigote. Es una especie de cruza entre una lasaña y un pastel de papas. Cuentan que este plato se cocinaba para los obreros de las cosechas, y es tan potente que con una porción recargaban energía para toda la jornada, es “bien pulsudo”, como dicen aquí.
Así como a Belén le dicen “la capital del poncho”, fama lograda por las manos de las tejedoras que los fabrican en fibras de alpaca, vicuña y llama, a la ciudad de Londres la llaman “la capital de la nuez”. Paradójicamente, Londres es el primer pueblo fundado por los españoles en Catamarca; en 1558 el conquistador Juan Pérez de Zurita le puso ese nombre en homenaje a la reina María Tudor, quien se había desposado con el rey Felipe II de España. A seis kilómetros de esta ciudad, que no late al ritmo de su hermana del otro lado del océano, se puede viajar hasta la época precolombina. Las ruinas de Shincal preparan una gran sorpresa. Rosita Ramos es descendiente de diaguitas, tenía seis años cuando correteaba en este lugar, rodeado por montañas vestidas de verdes, el mismo donde los diaguitas vivieron hasta que fueron sometidos por los incas, que construyeron este centro político y administrativo que funcionaba al sur de su imperio. “Venía a jugar a este lugar, subía la escalera, que es lo único que se veía, porque estaba todo tapado de vegetación”, recuerda Rosita, hoy guía del lugar. La escalera de la que habla Rosita está dentro del predio de 30 hectáreas que funciona como centro arqueológico, hay restos de galerías, recintos, depósitos, paredones de piedra, una plaza de armas, el Templo de la Luna y el del Sol, la deidad más importante para los incas. La entrada cuesta 5 pesos, hay un museo para visitar, e instalaciones para comer y beber.
Cerca de las estrellas. De Tinogasta a Fiambalá, de Fiambalá a la cordillera, el camino sube por quebradas rojas, donde la vegetación se va perdiendo y aparecen las montañas que van cambiando su color, de pronto grises, por momento verdes, salpicadas con dunas amarillas que se ven en lo alto, dicen que la paleta tiene unos catorce colores, y nada hace presumir lo contrario. La cordillera impone. Punto. Es así. La enormidad y la falta de vegetación la hace más enorme, más solitaria, más silenciosa. Como un último stop, el hotel Cortaderas se despliega a 3.200 metros de altura, es el último hospedaje antes del Paso San Francisco (o el primero en la Argentina, si se viene de Chile). El aire se puso más frío, la altura obliga a caminar más lento y el cielo parece tocarse con las manos. Es el paisaje apropiado para terminar de comprender la provincia, en la que la sencillez y la virginidad de sus parajes son parte de su atractivo. Nada es ampuloso, nada es artificial. Cuando se regresa por la ruta de vuelta a la ciudad, la oscuridad de las cinco de la mañana le quita el color al paisaje, pero es cuando el Dakar, como por arte de magia rumbo a Chile. Uno tras otro, primero las motos, luego los cuatriciclos, los autos, los inmensos camiones, luces de frente que forman una larga caravana y que tal vez, sólo tal vez compitan con las estrellas, que a esta altura parecen estar mucho más cerca.
Publicada Revista 7 DíAS, febrero 2013