(No escribí en varios días. No tuve ganas)
Día por medio, o un poco más, subimos un rato a la terraza. En mi departamento no tenemos sol directo, y para mí que no salgo para nada, necesito recibir cada tanto un poco de sus rayos benéficos. Al principio, me daba miedo de que algún vecino nos dijera algo, o se quejase. Pero, extremamos los detalles, subimos por la escalera, llevamos el alcohol diluido al 70%, en un pulverizador y rociamos el picaporte de la puerta de la terraza. Antes de tocarlos, y después. Y otra vez, por las dudas. Nos decimos: “Qué locura todo esto”. Y cerramos la puerta. Estamos solos.
Para subir a la terraza hay que ir al 7mo. piso del edificio, o sea el último. Y luego de atravesar la puerta de metal con vidrio, hay que subir una escalera también de metal, que un tiempo fue azul y ahora está bastante gastado, con alguna huella de óxido. Cuando se sube se ven algunas ventanas de las cocinas de los que viven en el lado B del edificio. Generalmente, no hay nadie que asome por ellas. Dos veces nos vio el chico del 7mo. Una iba yo sola, y lo saludé con la mano sonriendo y él me devolvió la sonrisa. Hoy íbamos con Marcelo, y estaba el chico y su novia cocinando. Levanté la mano y saludé.
Cuando subimos cerca del mediodía, el sol da justo por la mitad de la terraza. Ya cerca de la 1, queda sólo un cuarto, y a medida que pasa la hora se va achicando. Pero, nos alcanza. Yo me apoyo contra la pared de ladrillos, justo donde están los controles del ascensor, cada tanto se escucha un ruido metálico. Me apoyo y cierro los ojos. Ya es otoño los días están menos calurosos, tibios, por momentos frescos. Pero, siento como el sol calienta mi piel. Lo que más me gusta es sentir la brisa en mi cara. Y al abrir los ojos ver el cielo. Ver el espacio abierto, lejos de las cuatro paredes de mi departamento de 44 metros cuadrados. Siento una especie de libertad dentro de este encierro en el que ya llevo un mes.
No tengo vértigo, Marcelo sí. Él se asoma al borde agazapado, como espiando de lejos el vacío. Yo me asomo y me quedo mirando el pulmón de manzana, con sus fondos arbolados. Hay una terraza hermosa, pienso y digo: “Debe ser de una casa”. Trato de recordar si en esa cuadra (a la vuelta de mi edificio) hay alguna casa. No me acuerdo. La pared de esa terraza está cubierta de plantas y el piso es de cerámicas rojas. Hay varias reposeras y sillones blancos, y una mesa negra. Sólo vi una vez a una mujer y un hombre sentados en ese lugar tomando mate. Otro día, a unos muchachos haciendo pesas, que parecían recién compradas. Eso supuse. “Seguro por Mercado Libre”, pensé. Nunca más vi a nadie. “Yo estaría allí mucho tiempo”, le digo a Marcelo. Miro todos los jardines verdes vacíos, frondosos, y pienso que me gustaría estar allí. Pero, estoy aquí, a varios metros de altura. Más cerca del cielo. Que siempre está azul cuando subo.
El otro día descubrí que en la terraza de un edificio, cuyo piso está pintado de verde, en una pared blanca hay pintadas dos caras sonrientes. Una tiene pelo, manos y piernas. La otra no. Están dibujadas en un tono marrón. “Qué feo color, parece caca”, le digo a Marcelo. La que tiene pelo, dice “me” arriba. Marcelo me dice: “Falta el ‘and you’”. Yo miro el dibujo pintado sobre una pared blanca con ese feo color marrón y me pregunto por qué no lo terminaron. Los primeros días que subíamos, en esa misma terraza, justo en el medio, un señor sentado en una silla plegable -esas que se llevan a la playa- leía un libro. Su equipo de mate estaba a un costado. Lo vimos dos días. Después nunca más. Me pregunto si terminó el libro. O no quiso subir más.
La vida en esos balcones de los contrafrentes, que son los que veo desde mi terraza, transcurre como si todo se hubiera concentrado en esos espacios colgantes. Enrejados la mayoría. Me imagino que son pequeñas jaulas. Una pareja toma sol. Un muchacho colgó un acolchado color beige en la ventana, supongo que es la de su dormitorio. Una señora riega sus plantas y su perro la mira desde la otra punta del balcón. “Ahora, vas a ver que cuando entra la sigue”, me dice Marcelo. Pasan unos minutos la señora acomoda una reposera, mira hacia el frente y entra en la casa. El perro se queda sentado. “No la siguió”, le digo a Marce. Y no terminó de retrucarle cuando el pichicho de color dorado se levanta y entra en busca de la señora. Desde una terraza se escuchan voces de niños y se alcanza a ver sólo el pelo de una cabeza. Otro día, en el edificio del costado, vi a una mujer ya bastante grande, pelo canoso, caminar cansino, miraba sus plantitas, la saludé con la mano. Sonrió y me saludó también. También, saludé a un señor de un edificio de frente al mío. Me hizo el gesto de “no queda otra”. Yo le respondí con el mismo gesto.
Hay un detalle de un edificio -justo enfrente de mi visión- que me llama la atención. Tiene el frente despintado y todos los balcones son pequeños, pero bastantes altos y con paredes curvas, pero hay un departamento que cortó el balcón, justo en el medio y le puso rejas. Es el único. Me gusta que tiene un toldo enrollado del que sólo se ve el borde como si fuera una puntilla verde y blanca.
«¿Qué piso será», pienso en voz alta. “Es el sexto piso”, me contesta Marcelo. Cuento calculando los pisos que no veo. “Sí, puede ser -le contestó- . Seguro que para que entre más el sol”, le respondo.
No sé por qué me viene la canción del musical Hair, creo, que dice: “Deja que entré el sol”. Y la canto. Mal, claro.
Fotos: Marcelo Cugliari
Me encantó, Su. Cuántos mundos, cuántas formas de vivir el encierro, y tu talento para contarlo. Me hiciste viajar un ratito a la terraza de tu edificio. Abrazos!!!!
Gracias, saludos, cuídate mucho!!!
Me encantó
Gracias!!!